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Una Manzana en diez pedazos. Parte I

El 6 de Diciembre inauguramos en Barranquilla el Centro Interactivo de Memoria Urbana (CIMU), adscrito al proyecto cultural de la Corporación Luis Eduardo Nieto Arteta, en el antiguo palacete republicano de la Aduana, que este año cumplió 100 años de haber sido construido, por razones que no tienen que ver sino con esos insospechados vaivenes de la memoria, se me reactualizaron de pronto los recuerdos que me atan de tantas formas, muy entrañablemente, a esta ciudad en diferentes momentos de mi vida.

Yo mismo no estaba muy consciente de todo lo que hay de esta ciudad en mi memoria. Un día unos amigos, con el pretexto de armar un libro que recordara “la manzana” en la que cada cual vivió en su ciudad, me invitaron a recordar mi vida en Barranquilla. Yo hice el ejercicio y me sirvió para enterarme de cómo por dentro estamos hechos en sumatoria de una serie innumerable de cosas apenas perceptibles cuando las recordamos. De que somos distintos porque somos apenas la cosa que recuerda.  Barranquilla es mi gran manzana.  La que puedo tener completamente en mi consciencia cuando alcanzo a reunir todos los pedazos que me han alimentado la experiencia de vivir su sabor de ciudad a lo largo del tiempo. Ahora como de ella y de mí y me comparto con ustedes.

1.

En el comienzo fue Cevillar.  También. A la muerte de mi madre un primer contingente de huérfanos arrimó a donde mi tía María Sandiego Garrido, quien vivía a solo dos calles de la mítica carretera de La Cordialidad, en la calle 49 con carrera 16, un poco más arriba del Teatro Águila.  Allí viví algunos meses, probablemente en el año 63, y una de las distracciones favoritas era subirnos al tejado de nuestra casa para mirar en las noches las películas que la pantalla del Águila nos dejaba ver a un poco más de cien metros con diálogos y canciones que nos traía en ráfagas la brisa barranquillera, que en ese entonces era más confiable y puntual que ahora.

Frente a la casa quedaba un centro de salud y jardín infantil atendido por una comunidad religiosa, a donde mi tía solía llevarme a misa los fines de semana. Allí cerca estaba también la cancha de fútbol en la que mis primos mayores, pateadores de bola e’ trapo consagrados, hacían su agosto jugando con apuestas en el barrio. Allí le dieron una patada y le astillaron el brazo a Carlitos, uno de ellos, y de eso estuvo sufriendo por años luego de largas y sucesivas operaciones quirúrgicas. A dos cuadras, en la esquina de la calle 48 con 16, quedaba la gran tienda del  Señor Morales, un anciano del interior que vendía por las tardes un guarapo de dioses, ligeramente fermentado y puesto en enormes piedras de hielo dentro de un gran tonel de madera. Allí quedaban todas las monedas que llegaban a mi pequeño bolsillo de esos días.

Los vecinos de al lado eran unos primos de Aníbal Velásquez, ruidosos y dicharacheros, de los cuales un descendiente alcanzó a ser corista destacado del Joe Arroyo

Recuerdo que para entonces, y por muchos años, los vecinos de al lado eran unos primos de Aníbal Velásquez, ruidosos y dicharacheros, de los cuales un descendiente alcanzó a ser corista destacado del Joe Arroyo. Del otro lado, estaban los hijos de Sánchez, un trabajador del aeropuerto Ernesto Cortissoz: dos varones y la Muñe. Una muñeca de verdad con una cosa que en ese entonces no sabía que era erotismo. El mayor se fue a Miami, y el otro, uno mono peloe’candela a quien llamábamos cortocircuito, o foco flojo, porque espabilaba persistentemente, se lo tragó el misterio de una avioneta perdida a comienzos de los años ochenta.

Y recuerdo también en el patio de aquella casa de Cevillar una solitaria mata de ajonjolí que aprendí a cuidar con esmero porque me fascinaba descubrir en sus mágicos cartuchos de magnífico diseño el milagro de sus semillas deliciosas. Y no puedo olvidar la cocina de mi tía y sus postas de róbalo con limón y sus sopas cargadas de cilantro fresco.

El hermano mayor de los Guzmán, mis primos, era marino de la Base Naval ARC Barranquilla y cuando se aparecía de domingo en domingo con su uniforme blanco y azul de marinero mi tía se alegraba y lo llenaba de besos y lo mimaba durante largo rato, como si no lo creyera, como si estuviera regresando de la muerte. Antonio se llama y en una ocasión trajo de Panamá una radiola marca Garrard y una sombrilla japonesa para mi hermana Patricia. La radiola de teclas de nácar y gaveta central sirvió para que yo conociera y amara para siempre los boleros y las guarachas de la Sonora Matancera en las voces de Daniel Santos, Vicentico Valdés, Alberto Beltrán y Bienvenido Granda, y para que mis primos se ganaran unos pesos alquilándola a escondidas para fiestas familiares cuando mi tía se perdía en un sueño lleno de rezos y ruegos. Allí también conocí los primeros discos de Richie Ray que siempre entristecen mis diciembres desde entonces.

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